La Verdad de Kim Phuc

Kim Phuc es la niña de la foto. El 8 de junio de 1972, cuando su aldea de Tran Bang (Viet Nam del Sur) fue bombardeada, tenía 9 años. Abrasada por el napalm, se echó a correr por la carretera, aullando de miedo y dolor. Todo el horror de la guerra quedó captado en esta fotografía de Nick Ut, reportero gráfico de la agencia Associated Press, y su difusión en el mundo entero contribuyó a poner un término al conflicto de Viet Nam. Kim Phuc  vive en Canadá con su esposo e hijos. Aunque su cuerpo quedó marcado para siempre con los estigmas visibles e invisibles del napalm, ha perdonado a los que se los infligieron. En un acto conmemorativo de la guerra del Viet Nam celebrado en Washington dijo a los ex combatientes presentes que, si un día se encontrase cara a cara con el piloto que lanzó la bomba, le diría: “Ya que no se puede cambiar la historia, tratemos de hacer cuanto podamos por promover la paz .Kim Phuc es actualmente una de más fervientes militantes por la paz mundial, la no violencia, la tolerancia, el diálogo y la ayuda mutua. En su calidad de Embajadora de Buena Voluntad de la UNESCO, se esfuerza sin descanso por promover el objetivo señalado en el preámbulo de la Constitución de la Organización: «Puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz «. Cuando me quemé en 1972, tenía 9 años. Mi casa estaba en medio del sitio donde cayeron cuatro bombas de napalm, que alcanza una temperatura de 800º a 1200º, es decir, unas 8 a 12 veces más elevada que la del agua hirviendo. El 65% de mi cuerpo quedó abrasado y tuvieron que practicarme injertos en el 35% de la piel, pero mi rostro y mis manos quedaron intactos, sin cicatriz alguna. Las bombas no me destruyeron por completo como lo hicieron con familiares y amigos. Más tarde empecé a soñar con llegar a ser médico para salvarles la vida a los demás, tal como habían hecho los que me atendieron durante los 14 meses interminables que pasé en el hospital. Cuando salí de él, quise proseguir a toda costa mis estudios pese a las heridas y a los espantosos dolores de cabeza que padecía. Era muy difícil. Como mis padres no tenían bastante dinero para medicinas, mi madre compraba trozos de hielo y me los ponía en la cabeza para calmar mis dolores, mientras que mi padre me daba ungüentos hechos con plantas conocidas por sus propiedades curativas.

¿Pudo acabar sus estudios? No. Diez años más tarde, en 1982, tuve que sufrir otra prueba muy dura en mi vida. Yo había ingresado ya en la facultad de medicina de Saigón, pero por desgracia los agentes del gobierno se enteraron un día de que yo era la niñita de la foto y vinieron a buscarme para hacerme trabajar con ellos y utilizarme como símbolo. Yo no quería y les supliqué: “¡Déjenme estudiar! Es lo único que deseo”. Entonces, me prohibieron inmediatamente que siguiera estudiando.
Fue atroz. No acertaba a entender por qué el destino se encarnizaba conmigo y no podía seguir estudiando como mis amigos. Tenía la impresión de haber sido siempre una víctima. A mis 19 años había perdido toda esperanza y sólo deseaba morir.

¿Cómo recobró las ganas de vivir?
Como mis mayores me habían educado en la fe del caodaísmo, que se puede definir como una mezcla de confucianismo, taoísmo, budismo, me puse a rezar sin parar y a pasarme el tiempo con lecturas religiosas. Sin embargo, nadie podía aliviar mis sufrimientos ni lograr que volviera a la facultad. La duda me atenazaba: “Si Dios existe, ¿podrá ayudarme?”
En cierta ocasión, un amigo me llevó a una iglesia cristiana de Saigón. Aunque mi alma estaba sedienta de paz interior, me costaba mucho abrazar una nueva religión. Mi mayor deseo era encontrar una amistad, alguien a quien hablar y confiarme. Había dibujado incluso su imagen en un papel. Un día que entré en la iglesia vi a una muchacha sonriente . Se hizo amiga mía.

¿Qué cambió ese encuentro en su vida?
Me sentí mejor enseguida, aunque todavía sintiera un vacío en mi fuero interno. Solamente cuando encontré la fe en mí misma, se atenuó el dolor de las llagas de mi corazón. Poco después el gobierno hizo demoler esta iglesia de Saigón y el pastor se fue. Desde entonces, sola y sin ayuda de nadie, fui dejando que el sentimiento de perdón creciera en mi corazón hasta que empezó a embargarme una inmensa paz interior. Esto no ocurrió de la noche a la mañana, porque no hay nada más difícil que llegar a amar a sus enemigos. En vez de reaccionar de una manera “normal”, es decir con odio y deseo de venganza, opté por la comprensión, que por cierto no se alcanza en un día.

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