Ambroise Paré. Cirujano francés del siglo XVI.

París, 1535. En un rincón oscuro de la ciudad, un joven aprendiz pasaba sus noches en vela, iluminado por la tenue luz de un candil.

Ambroise Paré, hijo de un modesto artesano, no tenía el prestigio de los médicos de la universidad, pero tenía algo más poderoso: una insaciable curiosidad.

En aquella época, la medicina era más una tortura que curación. Las heridas de guerra se cauterizaban con aceite hirviendo, una práctica brutal que convertía el dolor en un tormento insoportable. Pero Paré no aceptaba la crueldad como remedio.

Dos años después, en 1537, Paré se encontró en medio del horror de la Batalla de Turín. A su alrededor, los gritos de los soldados heridos perforaban el aire. Siguiendo la práctica común, vertían aceite hirviendo sobre sus laceraciones… hasta que el aceite se acabó.

Desesperado, improvisó un bálsamo con lo único que tenía a mano: yema de huevo, aceite de rosas y trementina. Aplicó la mezcla, con la certeza de que al amanecer encontraría cadáveres. pero cuando la luz del día bañó el campo de batalla, vio lo imposible: aquellos tratados con su remedio estaban vivos, con menos dolor y sin signos de gangrena.

Aquello fue solo el principio. Paré cuestionó las crueles prácticas medievales, introduciendo un cambio que horrorizó a los médicos de su tiempo: en lugar de cauterizar con hierro al rojo vivo, utilizó ligaduras para detener las hemorragias. Lo consideraron un insensato, un hereje de la cirugía. Pero sus pacientes dejaron de morir desangrados.

Diseñó prótesis para amputados con mecanismos avanzados, escribió tratados médicos en francés en lugar de latín para que el conocimiento llegara a más personas, y revolucionó la cirugía de una forma que ningún académico de su época pudo ignorar.

A pesar del desprecio de la élite médica por su origen humilde, Paré no necesitó títulos para cambiar el  mundo. Salvó vidas. Y cuando la muerte lo alcanzó en 1590, sus últimas palabras reflejaron su filosofía.

«Yo los curé, Dios los sanó».

Hoy, cada bisturí en una sala de operaciones, cada paciente que sobrevive a una cirugía, lleva su legado. Porque un día, en un campo de batalla, cuando el aceite se acabó, un hombre decidió cambiar las reglas en lugar de aceptar la muerte.

Fuente- Historia Al

Ambroise Pare

Guper

 

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