El nombre de Delmira Agustini (1890-1914) ha sobrevivido, con segura gloria, entre las figuras más brillantes del modernismo y, por ende, de la poesía latinoamericana en su conjunto.
«Alma sin velos y corazón de flor» la llamó Rubén Darío. El critico uruguayo Alberto Zum Felde escribe, en el lúcido y fundamental prólogo a esta obra, que Delmira Agustini «fue de una precocidad extraordinaria, en todo. Mostró desde los primeros años una inteligencia increíble para todo un género de aprendizaje. A poco más de un año de edad ya hablaba claramente; a los cinco ya leía y escribía con toda soltura; a los diez escribía versos que, debajo de su forma muy simple, revelan un temperamento que no tiene nada de pueril.
Su sabiduría estaba a mil leguas de toda dialéctica . Jamás se halló en su verso un tópico conceptista, una fórmula de cátedra. Su pensamiento hablaba el lenguaje patético de su vida, un lenguaje puramente estético de imágenes y de símbolos.